Sanremo 1991: todos humanos menos el jurado.
El cuadragésimo primer Festival de la Canción Italiana lo ha ganado Riccardo Cocciante pero ésta no es que sea una noticia fresquísima. El segundo y tercer puesto han sido para Renato Zero y Marco Masini, respectivamente. El Premio de la Crítica le ha correspondido a Enzo Jannaci con La fotografia.
Todo ha ido según lo previsto por el organizador Aragozzini, que pretendía construir un Sanremo de cantautores y ha llevado a tres de ellos al podio; siempre según la rumorología, los pronósticos indicaban que Cocciante ganaría incluso antes de poder abrir la boca. Él, muy correcto, agradecía el sábado por la noche «la cálida acogida».
Lástima que el público se alineara totalmente con Renato Zero y Pierangelo Bertoli, que fueron aclamados y recibieron sonadas ovaciones. Se podrá decir que a favor de los dos artistas jugaron factores emocionales, y es verdad. Zero, máscara trágica de gran medida teatral, puso en escena el inevitable fin de una estación y, por ende, avergonzó al frágil y patético circo de Sanremo y a la presunción de eternidad de muchos de sus protagonistas. Al público le dijo: «en estos veinticinco años vagabundos os he robado a vuestros hijos, les he hecho correr a la deriva. Ahora están ahí afuera, son personas sanas, no se drogan». Para Bertoli ha sido difícil aparecer en Sanremo, especialmente en la televisión, que temía que la presencia de un artista en silla de ruedas entristeciera a las familias italianas que han crecido amorosamente con Raffaelas Carrà.
El hecho es que los factores emotivos cuentan, y mucho, y es verdad que las canciones tienen un lugar importante en la historia sentimental de un país. «Todos somos humanos», como dijo la increíble señora Biscotti conectándose desde la sede Doxa de Milán. Todos, evidentemente, a excepción del jurado.
Festival a un altísimo nivel, también de censura, este cuadragésimo primero que ha suavizado las acusaciones políticas de Enzo Jannacci y la ropa íntima de Sabrina Salerno en el final de la gala, demostrando que no es fácil, como dice el cantautor milanés, «pinchar un universo de baja cultura». Y si este año hemos presenciado tantas canciones de verdad, tantas historias negras de mafia y de droga, dramáticas o mortíferas, queda la sospecha de que, más allá de las intenciones de los artistas, se trate de un sometimiento a cierta tendencia televisiva.
Por lo demás, besos superlativos, vergonzosas puyas amorosas entre los dos presentadores, torpes presentaciones de los artistas, todas de carácter personal, éxito grandísimo e innata pasión por la música. Los artistas extranjeros, genéricamente clasificados como artistas «pop-soul-jazz-funky» se han exhibido a menudo en canciones diferentes a las de su género natural: «Es mi perfecta antítesis», dijo Minghi presentando a su compañera Bonnie Tyler. «Hacemos dos tipos de música completamente opuestos», ha constatado Mariella Nava introduciendo a Caron Wheeler. Incluso Tyrone Power Jr. ha retocado la canción de Al Bano, con la excusa de que él está soltero. De todos modos, también ha triunfado el amor este año en Riviera, aún estando fuera de los títulos de todas las canciones. Curioso en el caso de Riccardo Cocciante, aunque, al fin y al cabo, ha estado lejos de Italia durante más de tres años.
Este Festival de Sanremo cierra con informe triunfal para los organizadores y una gran duda de cara al futuro: la investigación judicial por casos de corrupción dentro del certamen, el acuerdo de renovación entre la Rai y el Comune de Sanremo y la anómala posición de Aragozzini, siendo el único demitiano que ocupa un cargo público. Bobo Craxi ha sugerido una idea: el Festival de Sanremo, dice, debería desarrollarse en Milán «centro del emprendimiento musical» y «ciudad europea que seguramente este dispuesta a ofrecer el dinamismo necesario, además de las estructuras idóneas, para un relanzamiento definitivo de una tradición cultural y de un interesante mercado». Como si emprendimiento y mercado no se hubieran demostrado bien aquí, a la sombra del Casinò, entre las palmeras de la Emperatriz y el interior del Teatro Ariston.
Fuente: La Stampa – Stefania Miretti